lunes, 30 de enero de 2017


Una tarde más en la biblioteca. Recién comida y con un entusiasmo bajo mínimos, la tarde se prevé larga y tediosa. Con la excusa de aislarme del mundo y así concentrarme mejor, me coloco los cascos en los oídos y comienzo a elegir de mi limitada lista de música del móvil canciones tranquilas. Con eso listo y los subrayadores empezando a mirarme acusadoramente, me pongo a trabajar. Los minutos van pasando y los párrafos de teoría se leen, releen y memorizan.

De repente comienza a sonar algo familiar, algo que he escuchado cientos de veces. Una melodía que proyecta en tu mente exactamente lo que que quiere transmitir: un mundo en penumbra, frío y silencioso, aparentemente dormido, que da paso a la luz, al calor y al sonido a medida que unos tímidos rayos de sol cobran fuerza. Se trata de La mañana, de la obra Peer Gynt Suite nº1 op. 46, de Edvard Grieg. Las notas son los pinceles y mi imaginación, el lienzo.

Lo visualizo tan claro que parece real: es un prado precioso que se pierde en el horizonte, con un bosque a la izquierda. Las flores se estremecen bajo las caricias de la brisa, los conejos asoman su nariz por la entrada de su madriguera olfateando nerviosamente el aire del crepúsculo y los pájaros comienzan a despertarse, piando risueños todavía posados con las plumas ahuecadas. Un destello rojizo entre el verde oscuro del follaje indica que las ardillas ya empiezan con su incesante actividad. Reina una calma contenida.

Cada vez hay más y más luz, hasta que de repente una gran actividad de los instrumentos de cuerda marcan la aparición por el horizonte del astro rey, desparramando cascadas de oro. Las flores casi parecen erguirse y abrirse un poco más ante su vigorizante presencia, ávidas de luz y calor. El viento vuela con renovada energía entre la hierba y las hojas de los árboles, arrancando un murmullo que inunda el paisaje de ensueño. Los pájaros revolotean, cantando alegremente al nuevo día. Por aquí y allá un ratón de campo husmea el suelo en busca de alimento y la silueta de un ave de presa se adivina muy alto, a lo lejos, bajo un límpido cielo azul. La tierra se calienta.

La mañana continúa más tranquila tras ese enérgico comienzo. Otro latido, otra respiración, otro día. Un milagro tras otro de una belleza incomprensible e infinita: la vida. Casi puedo sentir la calidez del sol en mi piel provocando que se erice, ese olor a verde y frescura del aire, el sonido de las aves y del viento, el sosiego en el ambiente. Entre las flores cercanas, una mariposa alza el vuelo, errático y delicado a la vez, alejándose de donde estoy yo.


La música acaba y con ella mi ensoñación; de vuelta a una realidad menos placentera de apuntes, subrayadores y deberes que hacer. Con un suspiro de resignación me recoloco en la silla, dispuesta a leer, releer y memorizar de nuevo. Algún día iré ese prado, donde la paz lo impregna todo y las mariposas revolotean en busca de nuevos colores.


https://www.youtube.com/watch?v=KEG-v7Sm3Tw