viernes, 28 de diciembre de 2012

Hay que ser un niño


La noche del 25 de Diciembre, leyendo el Evangelio antes de acostarme, en la lectura del día venía una reflexión muy interesante y que sin apenas percatarme de ello me había hecho ya varias veces. Pocas cosas puedo añadir a ello:

"La aparición de una nueva vida humana es siempre un momento-síntesis: pone en movimiento, a partir de la pequeñez más inerme y delicada, un dinamismo del que nadie conoce su desarrollo: ¿Qué será este niño? ¿Qué puesto ocupará en el concierto de la historia?

La pregunta nos concierne a todos, pues cada uno de nosotros ha sido niño, y según el espíritu evangélico, debe continuar siéndolo para entrar en el Reino: ¿Quién será -quién es- aquel niño que fui yo? ¿Qué trayectoria estoy siguiendo? Si, volviendo por el "túnel del tiempo", me encontrara con el niño que fui, ¿lo reconocería? ¿Me reconocería él a mí?"

"El 25 de Diciembre Jesús, bajas a nosotros, hecho niño, para elevarnos contigo".

Si ahora que somos jóvenes debemos plantearnos estas preguntas y pensar sobre ellas, con mayor motivo tendremos que hacerlo conforme pasen los años.

Camino por la calle, viajo en metro, y cuando veo un niño a veces me pregunto qué será de él en el futuro: si será un buen novio y mejor esposo; si esos ojos llenos de inocencia mirarán con odio antes de cometer algo terrible; si romperá mil corazones en su búsqueda de un amor verdadero o si en cambio se lo romperán a él; si cometerá graves errores; si se encontrará solo y desesperado; si vivirá una vida sin destacar pero plena y feliz; si llegará a anciano; si tendrá nietos; si cada noche vendrán a visitarle fantasmas de sus recuerdos; si se acostará con la conciencia tranquila; si se despertará pletórico de optimismo y energía, dispuesto a comerse el mundo; si dentro de 20 años veré en las noticias a un científico español por el descubrimiento de una vacuna eficaz contra el VIH, y sin saberlo desde el salón de mi casa, resultara que una vez, aun siendo un niño con toda la vida por delante y yo una joven apenas asomada al gran teatro del mundo, me lo cruzara por la calle sin tener la más remota idea del brillante futuro que le esperaba: no sólo a él y sino a toda la humanidad que se beneficiará de su intelecto. En definitiva, me pregunto qué le deparará la vida, qué camino escogerá entre las infinitas posibilidades que hay, sin parar a preguntarme por los míos.

Y todo eso suponiendo que pueda tener la oportunidad de elegir, porque ese privilegio sólo está reservado a unos pocos afortunados. Las ramas aparecen y desaparecen constantemente en el gran árbol del Destino: muchas de ellas se cortan, otras más brotan y otras ni siquiera llegan a crecer.

En el fondo, aunque más superficial de lo que me gustaría, tengo claro lo que quiero: pido muchas cosas, pero ninguna es un capricho sino lo necesario -bajo mi punto de vista- para tener una vida plena; no se reduce a ser millonario ni cosas así. Pero hay tantas cosas que pueden salir mal... No es ser pesimista sino realista: en el mundo cada vez más loco en el que vivimos, la historia parece que no nos sirve de escarmiento y nos esforzamos por cometer no sólo los mismos errores sino cometerlos peor, y hay momentos en los que es un poco difícil creer que podremos llegar al final de nuestras vidas, mirar atrás y sonreír satisfechos. Pero por encima de todo, aunque sea lo suficientemente egoísta para no querer conformarme con eso, en realidad debemos estar agradecidos; si estás leyendo estas palabras probablemente tendrás que estarlo. Con sólo mirar a tu alrededor, aunque no llegues a darte cuenta ni del 1% de la realidad que te rodea (y en esto me incluyo) una parte de ti sabe lo afortunado que eres por tener la oportunidad de vivir tu vida. Así de sencillo y complejo. Y como la vas a vivir mejor es siendo un niño en espíritu: lleno de curiosidad, bondad, inocencia, alegría, sin prejuicios ni malas intenciones... porque teniendo esa actitud, aunque sin dejarse pisotear, el resto viene solo.

martes, 25 de diciembre de 2012

Tesoros eternos


Se había imaginado esa escena cientos de veces, pero aun así la emoción le desbordaba y su corazón latía como si quisiera salírsele del pecho. Tras años de investigaciones, arduo trabajo, constancia y firme fe en su búsqueda, y a pesar de la incredulidad y escepticismo por parte de algunos de sus colegas, tenía ante sí lo que podía ser la obra culmen de su carrera.

Con manos temblorosas, ya envejecidas, acarició suavemente la pequeña puerta, casi temeroso de que desapareciera en cualquier momento y se despertara en su cama a miles de kilómetros de donde se encontraba. Una fina película de tierra y musgo se desprendió, dejando al descubierto los ricos grabados de plata y jade. Tanteó los bordes, cada uno de los grabados y piedras preciosas incrustadas, buscando la manera de abrirla.

Por fin, tras un dibujo de formas geométricas aparecieron 16 símbolos, símbolos que le resultaban más que familiares: no en vano se había pasado las dos últimas décadas de su vida estudiándolos. Tras un breve momento de vacilación, sus dedos volaron sobre ellos y esperó, convencido de que había descifrado correctamente el código. Sin embargo, debido a la cantidad de años que habían pasado, el mecanismo que abría la puerta, otrora eficaz y cumplidor de su deber, no se accionó.

Esperó. Esperó segundos, minutos, horas que parecieron años... pero la puerta no cedió ni un milímetro. Fue entonces cuando la decepción del arqueólogo fue tan infinita como el tiempo que el tesoro permanecería oculto en las mareas del tiempo.

domingo, 21 de octubre de 2012

Océanos de fuego


El sol arrancaba destellos de su rubio pelo. Con la espalda y un pie apoyados en la pared, era la viva imagen de la despreocupación, como si fuera alguien que no tuviese otra cosa mejor que hacer que ver la tarde pasar. Sin embargo, debajo de esa apariencia relajada se escondía un cuerpo en tensión.

Cualquier persona que lo mirase vería un joven de 24 años increíblemente atractivo, con el pelo del color del oro viejo, unos ojos azules y luminosos con matices amarillos, una cara angelical y un cuerpo que parecía cincelado por el mismísimo Miguel Ángel. En general, tenía una apariencia física que hasta los dioses del Olimpo habrían envidiado. La chupa de cuero contrastaba con su pálida tez, terminándolo de hacer irresistible, y él lo sabía. Sin embargo, semejante reclamo no le hacía ninguna falta: los músculos, huesos y tendones que se escondían debajo de su piel le convertían en una perfecta máquina de matar, con una fuerza y agilidad sobrehumanas. Era acero líquido.

Echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente un viento lleno de olores, fragancias que pocos seres sobre la Tierra eran capaces de distinguir y menos aún de apreciar. Y esperó; el tiempo no jugaba en su contra. No había ninguna prisa.

Durante un instante se acordó de la frase que tantas veces le había dicho su madre, hacía tanto tiempo que había perdido la cuenta de los días, meses y años que habían transcurrido: “no juegues con la comida”, pero es que, oh, a él le encantaba jugar con la comida.

Cambió de postura con un movimiento tan fluido y elegante como un felino al cambiarse de rama. Instantes más tarde, de repente, salió ella, pero su pétrea pose siguió intacta. Sólo le delató el brillo salvaje que cruzó relampagueante sus ojos del color del océano.

La observó como sólo unos ojos como los suyos podían hacerlo: su pelo cobrizo, sus ojos azules, chispeantes y tan llenos de vida. Su piel era increíblemente pálida, y cuando giró la cabeza para hablar con una amiga casi pudo ver la azulada vena que le recorría su suave cuello, llena de abundante y cálida… su risa interrumpió sus pensamientos y tragó saliva. “Calma”, se dijo. No le gustaba perder el control, y menos cuando estaba tan cerca de conseguir su objetivo.

Vio como se despedía de su amiga con un alegre gesto y enfilaba el camino a casa. Entonces, una sonrisa tan sensual como peligrosa bailoteó sobre sus carnosos labios, descubriendo unos colmillos tan afilados y sedientos de sangre como una espada de marfil.