domingo, 21 de octubre de 2012

Océanos de fuego


El sol arrancaba destellos de su rubio pelo. Con la espalda y un pie apoyados en la pared, era la viva imagen de la despreocupación, como si fuera alguien que no tuviese otra cosa mejor que hacer que ver la tarde pasar. Sin embargo, debajo de esa apariencia relajada se escondía un cuerpo en tensión.

Cualquier persona que lo mirase vería un joven de 24 años increíblemente atractivo, con el pelo del color del oro viejo, unos ojos azules y luminosos con matices amarillos, una cara angelical y un cuerpo que parecía cincelado por el mismísimo Miguel Ángel. En general, tenía una apariencia física que hasta los dioses del Olimpo habrían envidiado. La chupa de cuero contrastaba con su pálida tez, terminándolo de hacer irresistible, y él lo sabía. Sin embargo, semejante reclamo no le hacía ninguna falta: los músculos, huesos y tendones que se escondían debajo de su piel le convertían en una perfecta máquina de matar, con una fuerza y agilidad sobrehumanas. Era acero líquido.

Echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente un viento lleno de olores, fragancias que pocos seres sobre la Tierra eran capaces de distinguir y menos aún de apreciar. Y esperó; el tiempo no jugaba en su contra. No había ninguna prisa.

Durante un instante se acordó de la frase que tantas veces le había dicho su madre, hacía tanto tiempo que había perdido la cuenta de los días, meses y años que habían transcurrido: “no juegues con la comida”, pero es que, oh, a él le encantaba jugar con la comida.

Cambió de postura con un movimiento tan fluido y elegante como un felino al cambiarse de rama. Instantes más tarde, de repente, salió ella, pero su pétrea pose siguió intacta. Sólo le delató el brillo salvaje que cruzó relampagueante sus ojos del color del océano.

La observó como sólo unos ojos como los suyos podían hacerlo: su pelo cobrizo, sus ojos azules, chispeantes y tan llenos de vida. Su piel era increíblemente pálida, y cuando giró la cabeza para hablar con una amiga casi pudo ver la azulada vena que le recorría su suave cuello, llena de abundante y cálida… su risa interrumpió sus pensamientos y tragó saliva. “Calma”, se dijo. No le gustaba perder el control, y menos cuando estaba tan cerca de conseguir su objetivo.

Vio como se despedía de su amiga con un alegre gesto y enfilaba el camino a casa. Entonces, una sonrisa tan sensual como peligrosa bailoteó sobre sus carnosos labios, descubriendo unos colmillos tan afilados y sedientos de sangre como una espada de marfil.

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